
Los leñadores con poderes especiales se suben a un árbol exactamente al amanecer y, de pronto, le gritan con toda la fuerza de sus pulmones. Lo harán durante treinta días. El árbol muere y se derrumba. La teoría es que los gritos matan el espíritu del árbol. Según los lugareños, da siempre resultado.
¡Ay, esos pobres inocentes ingenuos! ¡Qué extraños y encantadores hábitos los de la jungla! Gritarles a los árboles, vaya cosa. ¡Qué primitivo! Lástima que no tengan ventajas de la tecnología moderna y de la mentalidad científica.
¿Y yo? Yo le grito a mi mujer. Y le grito al teléfono y a la segadora del césped. Y le grito a la televisión y al periódico y a mis hijos. Incluso se dice que he agitado el puño y le he gritado al cielo algunas veces.
El hombre de la puerta de al lado le grita mucho a su coche. Nosotros, la gente educada, urbana y moderna, le gritamos al tráfico y a los árbitros y a las facturas y a los bancos y a las máquinas..., sobre todo a las máquinas. Las máquinas y los parientes se llevan la mayor parte de los gritos.
Yo no sé lo que hay de bueno en ello. Las máquinas y las cosas siguen en su sitio. Ni siquiera darles patadas sirve a veces para nada. En cuanto a las personas, bueno, los isleños de salomón pueden apuntarse un tanto. Gritarles a cosas vivas puede hacer que muera el espíritu que hay en ellas. Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen nuestros corazones.
ASI COMO APRENDIMOS A GRITAR PODEMOS APRENDER A HABLAR. SI RESPIRAMOS HONDO Y NOS ACORDAMOS DE QUE LOS GRITOS ROMPEN EL CORAZON DE QUIEN LOS RECIBE Y DE QUIEN LOS EMITE.
De quién los recibe porque siente cada grito como un puñal que hiere y humilla.Para quién los emite porque todo acto de violencia impacta en el corazón, deteriorándolo y acortando la vida de su dueño.
Gritas daña y nos daña. Recuerdelo cada vez que abra la boca para gritar.
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